julio 2011
«El que venga a mi, no tendrá hambre, y el que crea en mi no tendrá nunca sed.» (Jn 6,35)

28.7.11
Mateo introduce su relato diciendo que Jesús, al ver el gentío que lo ha seguido por tierra desde sus pueblos hasta aquel lugar solitario, «se conmovió hasta las entrañas». No es un detalle pintoresco del narrador. La compasión hacia esa gente donde hay muchas mujeres y niños, es lo que va a inspirar toda la actuación de Jesús.



 De hecho, Jesús no se dedica a predicarles su mensaje. Nada se dice de su enseñanza. Jesús está pendiente de sus necesidades. El evangelista solo habla de sus gestos de bondad y cercanía. Lo único que hace en aquel lugar desértico es «curar» a los enfermos y «dar de comer» a la gente.

El momento es difícil. Se encuentran en un lugar despoblado donde no hay comida ni alojamiento. Es muy tarde y la noche está cerca. El diálogo entre los discípulos y Jesús nos va revelar la actitud del Profeta de la compasión: sus seguidores no han de desentenderse de los problemas materiales de la gente.

Los discípulos le hacen una sugerencia llena de realismo: «Despide a la multitud», que se vayan a las aldeas y se compren de comer. Jesús reacciona de manera inesperada. No quiere que se vayan en esas condiciones, sino que se queden junto a él. Esa pobre gente es la que más le necesita. Entonces les ordena lo imposible: «Dadles vosotros de comer».

De nuevo los discípulos le hacen una llamada al realismo: «No tenemos más que cinco panes y dos peces». No es posible alimentar con tan poco el hambre de tantos. Pero Jesús no los puede abandonar. Sus discípulos han de aprender a ser más sensibles a los sufrimientos de la gente. Por eso, les pide que le traigan lo poco que tienen.

Al final, es Jesús quien los alimenta a todos y son sus discípulos los que dan de comer a la gente. En manos de Jesús lo poco se convierte en mucho. Aquella aportación tan pequeña e insuficiente adquiere con Jesús una fecundidad sorprendente. No hemos de olvidar los cristianos que la compasión de Jesús ha de estar siempre en el centro de su Iglesia como principio inspirador de todo lo que hacemos. Nos alejamos de Jesús siempre que reducimos la fe a un falso espiritualismo que nos lleva a desentendernos de los problemas materiales de las personas.

En nuestras comunidades cristianas son hoy más necesarios los gestos de solidaridad que las palabras hermosas. Hemos de descubrir también nosotros que con poco se puede hacer mucho. Jesús puede multiplicar nuestros pequeños gestos solidarios y darles una eficacia grande. Lo importante es no desentendernos de nadie que necesite acogida y ayuda.

Jose A. Págola

22.7.11

Jesús trataba de comunicar a la gente su experiencia de Dios y de su gran proyecto de ir haciendo un mundo más digno y dichoso para todos. No siempre lograba despertar su entusiasmo. Estaban demasiado acostumbrados a oír hablar de un Dios sólo preocupado por la Ley, el cumplimiento del sábado o los sacrificios del Templo.


Jesús les contó dos pequeñas parábolas para sacudir su indiferencia. Quería despertar en ellos el deseo de Dios. Les quería hacer ver que encontrarse con lo que él llamaba "reino de Dios" era algo mucho más grande que lo que vivían los sábados en la sinagoga del pueblo: Dios puede ser un descubrimiento inesperado, una sorpresa grande.

En las dos parábolas la estructura es la misma. En el primer relato, un labrador «encuentra» un tesoro escondido en el campo... Lleno de alegría, «vende todo lo que tiene» y compra el campo. En el segundo relato, un comerciante en perlas finas «encuentra» una perla de gran valor... Sin dudarlo, «vende todo lo que tiene» y compra la perla.

Algo así sucede con el «reino de Dios» escondido en Jesús, su mensaje y su actuación. Ese Dios resulta tan atractivo, inesperado y sorprendente que quien lo encuentra, se siente tocado en lo más hondo de su ser. Ya nada puede ser como antes.

Por primera vez, empezamos a sentir que Dios nos atrae de verdad. No puede haber nada más grande para alentar y orientar la existencia. El "reino de Dios" cambia nuestra forma de ver las cosas. Empezamos a creer en Dios de manera diferente. Ahora sabemos por qué vivir y para qué.

A nuestra religión le falta el "atractivo de Dios". Muchos cristianos se relacionan con él por obligación, por miedo, por costumbre, por deber..., pero no porque se sientan atraídos por él. Tarde o temprano pueden terminar abandonando esa religión.

A muchos cristianos se les ha presentado una imagen tan deformada de Dios y de la relación que podemos vivir con él, que la experiencia religiosa les resulta inaceptable e incluso insoportable. No pocas personas están abandonando ahora mismo a Dios porque no pueden vivir ya por más tiempo en un clima religioso insano, impregnado de culpas, amenazas, prohibiciones o castigos.

Cada domingo, miles y miles de presbíteros y obispos predicamos el Evangelio, comentando las parábolas de Jesús y sus gestos de bondad a millones y millones de creyentes. ¿Qué experiencia de Dios comunicamos? ¿Qué imagen transmitimos del Padre y de su reino? ¿Atraemos los corazones hacia el Dios revelado en Jesús? ¿Los alejamos de su misterio de Bondad?

Jose Antonio Págola

15.7.11
Otra parábola de Jesús: El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo, pero mientras todos dormían vino el enemigo y sembró cizaña en medio del trigo. Cuando aparecieron las espigas apareció también la cizaña. Los peones fueron a decirle entonces, ¿No sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que ahora está mezclada la cizaña?

Esto lo ha hecho algún enemigo, les contestó. ¿Quieres que vayamos a arrancarla? – No porque arrancando la cizaña van a arrancar también el trigo. Que crezcan hasta la cosecha y entonces diré a los recogedores que saquen primero la cizaña y la aten en manojos para quemarla, y luego recojan el trigo para mi granero.




La interpretación acostumbrada es que en este mundo Dios ha sembrado todo lo bueno pero un enemigo ha mezclado la maleza. Pero en el juicio final aparecerá la sentencia en contra de los malos, el fuego, y a favor de los buenos recogidos en el granero. Con el juicio final se conocerán todas las injusticias y los buenos irán al cielo y los malos al infierno.

La parábola de Mateo se refiere al campo del Señor y por eso tiene que aplicarse también a la Iglesia, ese conjunto de gente que ha recibido la semilla del reino. Y que con soberbia se cree superior (como los carismáticos con el e.s.) ignorando que la semilla está sembrada en todo el mundo. Y que, hacia adentro establece diferencias recurriendo a la intimación, sanciones y condenas de lo que no conviene a la institución humana en que se ha convertido, sin esperar para que los que suponen malos o cizañas se hayan definido realmente como perjudiciales a la iglesia o la sociedad.

La parábola tiene dos enseñanzas que llamaríamos centrales. La primera es la circunstancia claramente señalada por Mateo de que “todos dormían”. A veces en nuestra iglesia los únicos despiertos son los enemigos que siembran cizaña. Los fanáticos que se oponen a toda actualización del evangelio. Los que sometiéndose con renuncia a sus propios criterios, a cualquier decisión autoritaria siguen sembrando condenas, incomprensiones, cerrazón.

La segunda, un rechazo absoluto de la discriminación por cualquier motivo. Porque ella implica muchas veces una disminución humillante de la dignidad de seres humanos y el afán de condenar hace perder infinitas riquezas humanas utilizables y dispuestas para la construcción del reinado de Dios anunciado e iniciado por Jesús de Nazaret.
Por Guillermo “Quito” Mariani

8.7.11

En la Liturgia de hoy tenemos un Evangelio en el que Jesucristo presenta una parábola: la Parábola del Sembrador. Y podríamos decir que el Señor también nos da su propia “homilía”, ya que después de haber lanzado esa ilustrativa parábola, El explica a los discípulos lo que significa todo lo que ha dicho.




Recordemos que los discípulos le preguntan al Señor por qué habla a la gente en parábolas. Y el Señor les da el por qué. Y es muy interesante ver los motivos que da el Señor. Pero más que interesante debiera resultarnos “preocupante” -debiera más bien ser motivo de preocupación- el percatarnos de la razón que da Jesús.

Oigamos sus palabras: “Les hablo en parábolas porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden”. Y pasa Jesús a recordar que ya esto estaba dicho, pues había sido anunciado por boca del Profeta Isaías. Así continúa el Señor: “En ellos se cumple aquella profecía de Isaías: ‘Oirán una y otra vez y no entenderán; mirarán y volverán a mirar, pero no verán; porque este pueblo ha endurecido su corazón, ha cerrado sus ojos y tapado sus oídos ... porque no quieren convertirse ni que Yo los salve.’”

Cuando Jesús terminó de exponer la Parábola del Sembrador, cerró con esta frase: “El que tenga oídos que oiga”. ... ¿qué significa oír a Dios? ¿Quiénes son los que oyen a Dios? Lo dice muy claramente Jesús con las palabras del Profeta Isaías que El mismo cita. ¿Quiénes son los que oyen? ... Pues si los que no oyen son los que no quieren convertirse, ni ser salvados por El... los que sí oyen tienen que ser los que están abiertos a la conversión y los que se sienten necesitados de ser salvados por Jesucristo.

Pero, veamos cuál es la situación real. ¿Qué es lo que sucede? ... Sucede que la mayoría de nosotros nos encontramos aturdidos por los atractivos del mundo y ocupados con sus exigencias; es decir, estamos -como si dijéramos- “atrapados” por el mundo, por todo lo mundano. Y entonces no tenemos ni tiempo, ni tranquilidad, ni ganas siquiera, de pensar en la necesidad que tenemos de convertirnos... porque no pensamos sino en las cosas de mundo. Vivimos como si Dios no existiera, como si no necesitáramos ser salvados.

Hay otros que llegamos a pensar que tal vez debiéramos convertirnos... y hasta damos algunos pasos en ese sentido. Pero... ¿quiénes somos los que concientizamos suficientemente la necesidad que tenemos de ser salvados por Jesucristo? ¿No es cierto que más bien tomamos nuestra redención algo así como un “derecho adquirido”, como algo que ya está dado y que en realidad no tiene mayor importancia?

¿Quiénes somos los que realmente pensamos que tenemos una necesidad vital de ser redimidos por Jesucristo? ... ¿Quiénes? ... ¡Qué lejos estamos de la realidad, qué lejos estamos de la verdad, con nuestra forma de pensar! ¿O podríamos más bien llamarla “forma de no pensar”? Pues, como decíamos antes, realmente no nos ocupamos mucho de pensar en esto…

La Segunda Lectura de la Carta San Pablo a los Romanos (Rm. 8, 18-23) que seguimos leyendo poco a poco a lo largo de estas semanas del Tiempo Ordinario, nos habla de esa necesidad que tenemos de ser redimidos. Nos habla de los sufrimientos de esta vida, por los que tenemos que pasar, pero teniendo la firme esperanza de que seremos definitivamente llevados a la gloria de los hijos de Dios.

Los que en esta vida tratan de vivir en gracia, tienen esa vida divina en la parte espiritual de su ser, pero esperan ser transformados totalmente, cuerpo y alma, en el momento de la resurrección. Y mientras estamos en esta vida, aunque vivamos en gracia, en Dios, y podamos vivir la Paz de Cristo, los sufrimientos y las tentaciones nos impiden gozar de la gloria, de la verdadera libertad de los hijos de Dios.

Por ahora, nos dice San Pablo, toda la creación -incluyéndonos a nosotros- gime, sufre, como con dolores de parto. Pero estamos esperando nuestra liberación definitiva cuando también nuestro cuerpo sea glorificado en la resurrección final.

Volvamos, entonces, a la Parábola del Sembrador, la cual es muy clara. Como dijimos, el Señor mismo nos la explica. Y ¿qué nos dice el Señor? ... Que debemos ser “tierra buena” para recibirlo a El. Lo más importante a considerar en esta parábola son nuestras actitudes, nuestros criterios, nuestras maneras de ver las cosas. Jesucristo es el Sembrador que siembra su Palabra, siembra su Gracia, siembra su Amor. ¿Y nosotros... cómo recibimos todo esto? ¿Qué terreno somos para la siembra de la Palabra del Señor? ¿Somos de los que no la entienden porque dejan que “llegue el diablo y le arrebata lo sembrado en el corazón”? ¿O seremos tal vez de los “pedregosos o poco constantes”, que se entusiasman inicialmente -es decir, dejan germinar la semilla- pero enseguida ponen obstáculos o dudas que hacen que la semilla del Señor no pueda echar raíces, y entonces la siembra se pierde?

¿O más bien somos de los “espinosos”, que oyen la palabra, pero la ahogan con las preocupaciones de la vida, con la importancia excesiva que le dan a lo material, con el atractivo que tienen hacia lo mundano, con el apego que tienen al racionalismo y el orgullo intelectual, etc., etc. etc. ... que ahogan la Palabra de Dios con ¡tantas otras cosas! que terminan por hacer que la siembra no dé sus frutos?

Según la “homilía” del Señor, si somos así, somos de los que, aún teniendo ojos, no ven, y aún teniendo oídos, no oyen, y aún teniendo inteligencia, no comprenden.

Entonces cabe preguntarnos: ¿realmente queremos seguir con los ojos cerrados, con los oídos cerrados y con el corazón cerrado? ¿O queremos abrirnos para ser de esa “tierra buena”?, que es como llama Jesús a las almasde los que sí abren sus ojos, sí abren sus oídos y sí abren su inteligencia y su corazón, para que el Señor pueda sembrar y para que podamos dar fruto.

En la Primera Lectura (Is. 55, 10-11) Dios nos anuncia por medio del Profeta Isaías que su Palabra no quedará sin resultado, sino que ella cumplirá su misión, la cual es el cumplimiento de la voluntad divina. Y esto lo dice con el mismo paisaje campestre del Evangelio y del Salmo, es decir, la siembra, la lluvia, la semilla, la germinación.

El Salmo 64 que hemos rezado nos habla de la tierra y del agua que la riega, de pastos y de flores, de rebaños y trigales. Y nos habla de la preparación de la tierra. Y ¿quién prepara la tierra? ¿quién prepara nuestra alma para recibir la semilla y poder dar fruto? La prepara el mismo Señor, el Sembrador.

Así hemos rezado en el Salmo: “Tú preparas las tierras para el trigo: riegas los surcos, aplanas los terrenos, reblandeces el suelo con la lluvia”. Dispongámonos a que el Señor nos prepare para su siembra, dejemos que El reblandezca nuestro suelo con la lluvia de su Gracia, dejemos que El aplane nuestro terreno, moldeándolo de acuerdo a su Voluntad. Así podremos ser esa tierra buena que El busca para sembrar su Palabra y para que dé el fruto esperado.

Unos dan el ciento por uno; otros, el sesenta; y otros, el treinta”. Ojalá estemos entre éstos, porque -si es así- el Señor podrá decirnos como a sus discípulos: “Dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen”.

Anfora y Corazón

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