«Convertíos, porque está cerca el reino de Dios». ¿Qué pueden decir estas palabras a un hombre o una mujer de nuestros días? A nadie le atrae oír una llamada a la conversión. Pensamos enseguida en algo costoso y poco agradable: una ruptura que nos llevaría a una vida poco atractiva y deseable, llena solo de sacrificios y renuncia. ¿Es realmente así?
Para comenzar, el verbo griego que se traduce por «convertirse» significa en realidad «ponerse a pensar», «revisar el enfoque de nuestra vida», «reajustar la perspectiva». Las palabras de Jesús se podrían escuchar así: «Mirad si no tenéis que revisar y reajustar algo en vuestra manera de pensar y de actuar para que se cumpla en vosotros el proyecto de Dios de una vida más humana».
Si esto es así, lo primero que hay que revisar es aquello que bloquea nuestra vida. Convertirnos es «liberar la vida» eliminando miedos, egoísmos, tensiones y esclavitudes que nos impiden crecer de manera sana y armoniosa. La conversión que no produce paz y alegría no es auténtica. No nos está acercando al reino de Dios.
Hemos de revisar luego si cuidamos bien las raíces. Las grandes decisiones no sirven de nada si no alimentamos las fuentes. No se nos pide una fe sublime ni una vida perfecta; solo que vivamos confiando en el amor que Dios nos tiene. Convertirnos no es empeñarnos en ser santos, sino aprender a vivir acogiendo el reino de Dios y su justicia. Solo entonces puede comenzar en nosotros una verdadera transformación.
La vida nunca es plenitud ni éxito total. Hemos de aceptar lo «inacabado», lo que nos humilla, lo que no acertamos a corregir. Lo importante es mantener el deseo, no ceder al desaliento. Convertirnos no es vivir sin pecado, sino aprender a vivir del perdón, sin orgullo ni tristeza, sin alimentar la insatisfacción por lo que deberíamos ser y no somos. Así dice el Señor en el libro de Isaías: «Por la conversión y la calma seréis liberados» (30,15).
Jose A. Págola
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