«El que venga a mi, no tendrá hambre, y el que crea en mi no tendrá nunca sed.» (Jn 6,35)

Cuaresma: Tiempo de Dios, tiempo de los hombres

Por Mons. Juan del Río
21 de febrero de 2012

El itinerario cuaresmal que se inaugura con el llamando miércoles de cenizas, nos conduce al núcleo esencial del cristianismo que es el Misterio Pascual. Cada año la Iglesia se renueva constantemente con la celebración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que nos liberado del pecado y de la muerte eterna.

Benedicto XVI nos ofrece su Mensaje anual de la Cuaresma centrado en el texto de la carta a los Hebreo: “Fijémonos los unos en los otros para el estímulo de la caridad y las buenas obras” (10,24). Su planteamiento es muy original y su contenido es sapiencial. El trípode clásico de: oración, ayuno y limosna, es abordado desde la perspectiva de la virtud de la caridad, que se manifiesta en obras de reconocimiento de Dios y de aprecio hacia los hermanos.

Estamos ante todo en un tiempo dedicado al Señor. El cristiano lo primero que ha de hacer es “fijarse en Jesús”, mediante la intensificación del trato asiduo con Él, por la oración, la vida sacramental, y el desprendimiento en favor del prójimo al estilo del Maestro. Es necesario, que la existencia de cada uno de los bautizados este centrada en Dios cómo único absoluto, como la única verdad que da razón de ser a nuestra vida. La Cuaresma es terapia del espíritu que nos purifica y nos capacita para que entremos en nuestra “bodega interior”, donde resuena la Palabra de vida eterna que nos dice: “Escucha, hija, mira: inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna; prendado está el rey de tu belleza: póstrate ante él, que él es tu Señor” (Sal 44, 11-12). Sólo en el silencio orante sentimos la gracia de la conversión.

Desde esta experiencia del Dios vivo revelado en Cristo Redentor, se descubre la responsabilidad para con los hermanos, estableciendo relaciones caracterizadas por el cuidado recíproco, por la atención “del bien del otro y de todo su bien”. Esto quiere decir, que la Cuaresma es también tiempo dedicado a los hombres, no sólo porque estamos llamados a incrementar nuestras limosnas en favor de los más necesitados, sino porque debemos crecer en humanidad ante el indiferentismo que domina nuestra sociedad actual.

¿Cómo se hace esto? No en razón de una ideología o teoría sociológica sobre los pobres, sino viendo en el hermano menesteroso el rostro sufriente de Dios que reclama una respuesta concreta y generosa en: fraternidad, solidaridad, justicia, misericordia y compasión. La liturgia cuaresmal nos hace más sensibles a las necesidades corporales y espirituales de nuestros semejantes. Si eso no se diera, estaríamos en un culto vacío, y no “en espíritu y verdad” como pide el Evangelio (Jn 4, 19: Cf. Lc 10,30-32). Por eso afirma el Papa que: “la atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, morales y espirituales”.

No debemos quedarnos en una Cuaresma meramente asistencial, “que reduce la vida sólo a la dimensión terrena, olvidando la perspectiva escatológica”. El ejercicio de las buenas obras de estos días ha de ser integral: de “cuerpo y alma”. Es decir, practicando las Obras de Misericordia tanto corporales como espirituales. Por eso, la caridad también se ejercita cuando nos preocupamos por ejemplo de: corregir al hermano con humildad, de ayudarle a que recupere el buen camino, de animarlo para que persevere en la vida cristiana y pueda alcanzar salvación eterna. Convendría no olvidar que nuestra existencia personal y el mismo rostro de la Iglesia, está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como el mal. Así sucede que en la actualidad, para superar esta cultura secularista, es imprescindible el testimonio de la fe cristiana, que se manifiesta en las buenas obras.

La Cuaresma es una ocasión de gracia para caminar juntos en la santidad y en una caridad cada vez más fecunda. Para ello hay que rechazar una serie de tentaciones, como puedan ser: el creerse que uno ya está convertido, vivir en una tibieza espiritual, el no poner a disposición de los demás los talentos que el Señor nos ha regalado, el quedarse en lo puramente exterior de los medios e instituciones y no caminar al encuentro del Señor Resucitado.

+ Juan del Río Martín
Arzobispo Castrense de España
21.2.12
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