Fue otro día 12 y no era domingo. Y, sin embargo, hemos querido que sea este domingo 12 de mayo el día que evoquemos tan dulce recuerdo. ¿Por qué mayo? Porque mayo es el mes de los nuevos comienzos, la época en que la luz ha triunfado sobre las últimas sombras, los días nuevos en los que la lluvia comienza a dar sus dulces frutos y es el mes de las flores. Y de las madres. Así que si lo pensamos un solo segundo no puede haber mejor día que uno de mayo para volver nuestros ojos sobre aquellos de Madre que siempre velan por nosotros.
Ya hemos dicho que era día doce. Y era viernes. Y para ser más exactos hoy se cumple un mes de que anunciásemos la primera luna llena de la primavera. Qué día tan radiante siempre en el año nuestro bendito Viernes de Dolores en la calle Granada envuelto en aroma de rosas y azahares níveos.
Poco a poco fueron acudiendo a tan maternal llamada, alegre desbandada multicolor de pétalos al viento, festivo y riente sobrevuelo de horas felices, tan alejada en sus formas de las blancas golondrinas que sobrevolarían la noche quieta y ordenada del miércoles venidero.
Unos llegaron con la timidez aferrada a una mano, de papá, de mamá, de la abuela, dubitantes de si alejarse un segundo apenas de ese puerto seguro en un patio donde casi todos comenzamos un día siendo desconocidos.
Otros vinieron de la mano de sus amigos, de esos con los que se comparte más que el colegio o una afición pasajera o aquella clase extraescolar en la que nos apuntaron juntos. Amigos de esos que se hacen para toda la vida, a los que nos une algo más que un lazo efímero de tiempo.
Algunos vinieron solos con la confianza que da esa edad en que empiezan a desplegar las alas en solitarios vuelos bajos probando nuestros propios retos.
Unos ya se conocían. Otros venían esperando conocer. Y algunos recorrían el sendero de la calle Granada a sabiendas de que se encontrarían como en casa…
Pasaron los primeros minutos esperando a que ese invisible vagón de cola nos fuese trayendo a los más rezagados y dimos comienzo a uno de los actos más emotivos, por su significado, de toda nuestra Semana Santa.
A todos y cada uno les dimos la bienvenida a esta que es su casa como se merece. Les esbozamos una breve historia de esta hermandad nuestra en clave de niños, sin perdernos en demasiadas profundidades… que ya serían ellos los que después nos llevarían por impensables aljibes subterráneos. Y llegó el momento de pasar a ver a Nuestra Madre del Mayor Dolor con el mayor de los cariños, el más profundo de los respetos, con ese recogimiento del que sólo los niños son capaces cuando están ante algo que se les escapa de entre los dedos.
Poco a poco la tarde fue recobrando jirones de gorjeos reverberando entre la lacería del artesonado. El crujir de la madera de las bancas. La rosa que se desploma en silente batir de pétalos. El aroma de la primavera abriéndose paso entre la piedra inerte. Y las palabras posándose sobre cada elemento de la estancia, desprendiéndose de sus significados, haciéndose imágenes en la inquietud de inmensos pares de ojos abiertos queriendo fijar para siempre la esencia de lo inefable.
Comenzamos hablando de nuestra iglesia, hospitalaria, donde cuidar el alma era cuestión tan importante como el cuidado de un cuerpo efímero en aquel siglo XVI del que pasamos de puntillas para no abrumarnos con fechas. Después llegó el turno de Loli y de Paqui, quienes hablaron del cuidado y el cariño con que el acometen todas las labores primorosas que se refieren a los cuidados de Nuestra Madre. Y, sorprendentemente, cuando no quisimos cansar más a nuestros pequeños hermanitos, en un turno vuelapluma de preguntas que pensábamos caería en lo anecdótico por el sepulcral silencio, los niños volvieron a sorprendernos en sus inquietudes con una profundidad que no todos esperábamos. La tarde parecía estática, suspendida en un carámbano de luz azul olvidado en una vidriera. Las manos levantadas se fueron entrecruzando en un bosque de dudas ordenadas y esas voces menudas nos fueron llevando por unos senderos nunca transitados hasta el momento. Creo que todos tuvimos turno de respuesta entre sonrisas tímidas y algún que otro titubeo. Y es que, a veces, (las más) los niños nos terminan superando de un modo increíble.
Y al fin llegó. Ese instante que sólo se quedaría para ellos. El momento en que llegaron a sus Benditas Plantas de Madre del Mayor Dolor y cada uno, en silencio, le dijo con un beso todo aquello que sus corazones, tan inmensos, encierran. Para ella sus anhelos, su inquietud, sus sueños, sus miedos, el aleteo fugaz de la duda, la felicidad sempiterna en el corazón. Uno a uno fueron desfilando y haciéndose el más hermoso ramillete de flores que pueda recibir una madre en el día de su Santo.
Y como broche a toda celebración llegaría la parte lúdica donde poco a poco todos terminaron encontrando a un amigo en el lugar más insospechado de nuestro patio. Quizás porque le gustase la misma merienda o la serie de turno o el juego de moda más allá de la pantalla de un teléfono móvil o sólo por ser compañeros accidentales de equipo en interminables carreras detrás de un pañuelo improvisado en medio de la tarde de abril.
Fue curioso… a todos nos costó un poco despedirnos cuando la luz se fue apagando en el patio y eran otros menesteres los que requerían nuestra presencia. Y si de algo estamos seguros todos los que tuvimos la suerte de compartir esta última tarde de Viernes de Dolores es que todos nuestros pequeños se fueron por los distintos senderos de la calle Granada sintiéndose un poco más en casa, en su casa, y que cada vez que pasen por la puerta de esta bendita iglesia de la Resurrección sentirán que aquí dentro tienen algo que es suyo y que no va a abandonarlos nunca.
Ya hemos dicho que era día doce. Y era viernes. Y para ser más exactos hoy se cumple un mes de que anunciásemos la primera luna llena de la primavera. Qué día tan radiante siempre en el año nuestro bendito Viernes de Dolores en la calle Granada envuelto en aroma de rosas y azahares níveos.
Poco a poco fueron acudiendo a tan maternal llamada, alegre desbandada multicolor de pétalos al viento, festivo y riente sobrevuelo de horas felices, tan alejada en sus formas de las blancas golondrinas que sobrevolarían la noche quieta y ordenada del miércoles venidero.
Unos llegaron con la timidez aferrada a una mano, de papá, de mamá, de la abuela, dubitantes de si alejarse un segundo apenas de ese puerto seguro en un patio donde casi todos comenzamos un día siendo desconocidos.
Otros vinieron de la mano de sus amigos, de esos con los que se comparte más que el colegio o una afición pasajera o aquella clase extraescolar en la que nos apuntaron juntos. Amigos de esos que se hacen para toda la vida, a los que nos une algo más que un lazo efímero de tiempo.
Algunos vinieron solos con la confianza que da esa edad en que empiezan a desplegar las alas en solitarios vuelos bajos probando nuestros propios retos.
Unos ya se conocían. Otros venían esperando conocer. Y algunos recorrían el sendero de la calle Granada a sabiendas de que se encontrarían como en casa…
Pasaron los primeros minutos esperando a que ese invisible vagón de cola nos fuese trayendo a los más rezagados y dimos comienzo a uno de los actos más emotivos, por su significado, de toda nuestra Semana Santa.
A todos y cada uno les dimos la bienvenida a esta que es su casa como se merece. Les esbozamos una breve historia de esta hermandad nuestra en clave de niños, sin perdernos en demasiadas profundidades… que ya serían ellos los que después nos llevarían por impensables aljibes subterráneos. Y llegó el momento de pasar a ver a Nuestra Madre del Mayor Dolor con el mayor de los cariños, el más profundo de los respetos, con ese recogimiento del que sólo los niños son capaces cuando están ante algo que se les escapa de entre los dedos.
Poco a poco la tarde fue recobrando jirones de gorjeos reverberando entre la lacería del artesonado. El crujir de la madera de las bancas. La rosa que se desploma en silente batir de pétalos. El aroma de la primavera abriéndose paso entre la piedra inerte. Y las palabras posándose sobre cada elemento de la estancia, desprendiéndose de sus significados, haciéndose imágenes en la inquietud de inmensos pares de ojos abiertos queriendo fijar para siempre la esencia de lo inefable.
Comenzamos hablando de nuestra iglesia, hospitalaria, donde cuidar el alma era cuestión tan importante como el cuidado de un cuerpo efímero en aquel siglo XVI del que pasamos de puntillas para no abrumarnos con fechas. Después llegó el turno de Loli y de Paqui, quienes hablaron del cuidado y el cariño con que el acometen todas las labores primorosas que se refieren a los cuidados de Nuestra Madre. Y, sorprendentemente, cuando no quisimos cansar más a nuestros pequeños hermanitos, en un turno vuelapluma de preguntas que pensábamos caería en lo anecdótico por el sepulcral silencio, los niños volvieron a sorprendernos en sus inquietudes con una profundidad que no todos esperábamos. La tarde parecía estática, suspendida en un carámbano de luz azul olvidado en una vidriera. Las manos levantadas se fueron entrecruzando en un bosque de dudas ordenadas y esas voces menudas nos fueron llevando por unos senderos nunca transitados hasta el momento. Creo que todos tuvimos turno de respuesta entre sonrisas tímidas y algún que otro titubeo. Y es que, a veces, (las más) los niños nos terminan superando de un modo increíble.
Y al fin llegó. Ese instante que sólo se quedaría para ellos. El momento en que llegaron a sus Benditas Plantas de Madre del Mayor Dolor y cada uno, en silencio, le dijo con un beso todo aquello que sus corazones, tan inmensos, encierran. Para ella sus anhelos, su inquietud, sus sueños, sus miedos, el aleteo fugaz de la duda, la felicidad sempiterna en el corazón. Uno a uno fueron desfilando y haciéndose el más hermoso ramillete de flores que pueda recibir una madre en el día de su Santo.
Y como broche a toda celebración llegaría la parte lúdica donde poco a poco todos terminaron encontrando a un amigo en el lugar más insospechado de nuestro patio. Quizás porque le gustase la misma merienda o la serie de turno o el juego de moda más allá de la pantalla de un teléfono móvil o sólo por ser compañeros accidentales de equipo en interminables carreras detrás de un pañuelo improvisado en medio de la tarde de abril.
Fue curioso… a todos nos costó un poco despedirnos cuando la luz se fue apagando en el patio y eran otros menesteres los que requerían nuestra presencia. Y si de algo estamos seguros todos los que tuvimos la suerte de compartir esta última tarde de Viernes de Dolores es que todos nuestros pequeños se fueron por los distintos senderos de la calle Granada sintiéndose un poco más en casa, en su casa, y que cada vez que pasen por la puerta de esta bendita iglesia de la Resurrección sentirán que aquí dentro tienen algo que es suyo y que no va a abandonarlos nunca.
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