La imagen del banquete de bodas es usada con frecuencia en la Biblia. De hecho, hoy aparece en la primera lectura, en el Salmo y en el propio Evangelio. El Reino de Dios es como una gran boda, pero una boda de verdad, no los “enredos” (por decirlo suavemente y sin más adjetivos) en los que se han convertido las bodas de hoy en día. Veámoslo.
De entrada, a esta “boda” o “banquete” (hablamos del Reino de Dios) se viene con invitación. Y por lo tanto, es gratuita. Somos invitados por el “Rey”, que es Dios, no por los méritos que hayamos hecho, sino por la generosidad del que nos invita. No hace falta entregar “sobre” a los novios, ni nada por el estilo. Simplemente hay que aceptar la invitación, cosa que no todos hacen (parece mentira, ¿eh? Con lo bien que “pinta” la cosa).
La respuesta a la invitación ha de ser coherente. No basta solo con la invitación para poder entrar. Hace falta un “vestido” que esté a la altura de las circunstancias, que no desdiga del acontecimiento que estamos celebrando. Y es que este “banquete de bodas” al que nos invita Dios es para celebrar el Amor, en concreto, ese gran amor del que San Juan dice: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo…”. Por lo tanto, a este banquete hay que ir con el “vestido del amor”, que supone vivir cada día el gozo del amor. O lo que es lo mismo, que nuestra fe y nuestra vida vayan íntimamente unidas.
Seguimos con este verdadero “banquete de bodas” que es el Reino de Dios. Aquí no hay lista de invitados, porque todos están invitados, buenos y malos. “Id ahora a los cruces de los camino y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda”. Todos son invitados por el “Rey”, porque Dios invita a todos a la fiesta de su amor, incluso a los que no esperan ser invitados porque no han hecho ningún mérito para ello. Hay unos invitados que son más “cercanos” al “Rey” y que se supone que van a participar, pero que rechazan la invitación. Sin embargo, aquellos más “alejados” la acogen con alegría.
El “banquete”, por supuesto, es espléndidamente generoso: “Preparará el Señor… para todos los pueblos… un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos”, dice el profeta Isaías en la primera lectura. El banquete es así de espléndido por la generosidad del que nos invita, que es Dios mismo, al que no podemos ganar en generosidad y que no escatima con nosotros, sus hijos, sus favoritos, especialmente si al banquete van los que están “en los cruces de los caminos”, los más pobres, los que no tienen ni reciben afecto alguno, y no tienen ni casa, ni trabajo. Porque por aquellos “caminos” a los que salieron a invitar no había otra clase de gente.
Y por último, en este “banquete de bodas” que es el Reino de Dios, Dios va a hacer algo espectacular, muy grande, a la altura de su amor y su generosidad. Dios “enjugará las lágrimas de todos los rostros”, porque “aniquilará la muerte para siempre”. Es un gran anuncio de esperanza y de paz para todas las personas. Es su gran acción, por amor a toda la humanidad. Es un banquete donde no habrá más llanto, ni luto, ni dolor, sino paz y alegría eternas. Es el gran gesto de nuestro Dios, infinitamente generoso y que nos ama con locura.
Dos aspectos a tener en cuenta para terminar esta reflexión. El primero sería si estamos dispuestos a acoger esta invitación que nos hace Dios. La respuesta parece que es que sí, porque estamos aquí, pero podríamos preguntarnos también que es lo que nos mueve a venir a este “banquete”. ¿Es el gozo del amor? ¿O es la rutina, la inercia, la costumbre, la obligación…? El segundo aspecto a tener en cuenta sería ver si estamos dispuestos a vivir en consonancia con lo que aquí estamos celebrando, es decir, si nuestro “traje de fiesta” es el adecuado para estar aquí, si la fe que aquí compartimos y celebramos la llevamos también a nuestra vida de cada día. Son dos cuestiones a las que nos invita a reflexionar hoy la Palabra de Dios.
De momento, la Mesa de la Eucaristía nos acerca un poco a ese banquete y nos ayuda a vivir la vida “alrededor de la Mesa”, donde Jesús nos alimenta para poder decir, como San Pablo: “todo lo puedo en aquel que me conforta”.
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