Muy cerca de mi casa, basta con cruzar varias callejuelas, te topas cara a cara con un pequeño mercado, instantánea a todo color del estilo de vida de un pueblo. Cuando la tarde va declinando el murmullo de pequeños y grandes confluyen en los huecos que dejan libre una urdimbre enmarañada de puestecillos improvisados y tiendas envejecidas. El rojo intenso de la arena deja huella, a veces indeleble, en los toldos tejidos con retales de historia. Cajas superpuestas, carritos metálicos, zambias estampadas con un sinfín de tonalidades, cartones que acumulan usos y desusos…
Cualquier excusa es buena para ofrecer a un comprador desorientado un arcoíris de mercancía. Y es que en la musika (así se le llama en shona al mercado) la pregunta más inteligente no es sobre lo que pudiera haber, sino, en un atisbo de perspicacia observadora, intentar descubrir lo que no hay. Desde una pasta de dientes traída de Botswana, hasta un ramillete de plátanos cortado esa misma mañana en el jardín del vecino. Desde una peluca con mechas naranjas hasta una docena de polluelos picoteando entre piedras y granos de maíz. Es difícil decidir entre tanta diversidad. Cada tarde sorprenden nuevos vendedores con variopintas ofertas. La dinámica es mareante pero muy sencilla: Miras, comparas, escoges, regateas y compras. Con el tiempo te vas haciendo con los entresijos y los atajos, aprendes las reglas del juego e inventas nuevas trampas. Pronto dominas, decides, controlas, diriges.
A veces, qué poco se diferencia la vida en el mercado de Ruwa y nuestra propia vida de fe. Si somos capaces de ser sinceros con nosotros mismos nos daremos cuenta de que, en bastantes ocasiones, convertimos a Dios en una mercancía más. Nuestra fe es un gran mercado al que acudimos cuando nos interesa y nos conviene. Según sea nuestro estado de ánimos o el ambiente que nos rodea, así fijamos la mirada escrutadora en la estantería del dios más apropiado para la situación. En nuestra musika espiritual podemos encontrar al dios profesor que estudia por ti y vive en la universidad; o al dios buhonero experto en pociones mágicas y ungüentos cura-lo-todo. También podemos encontrar al dios “abuelete” que chochea y no se entera de la misa la mitad; o, por el contrario, al dios de la atalaya, justiciero y vengativo, vigilando cada paso, cada gesto, cada palabra. Si lo prefieres también tenemos el dios de la nube, ese que se enciende al ritmo de una vela y que viene con el incienso incluido…
La dinámica sigue siendo muy sencilla: Miras, comparas, escoges, regateas y compras. Cuando te acostumbras, conoces los entresijos y los atajos, aprendes las reglas del juego e inventas nuevas trampas. En la fe también puedes dominar, decidir, controlar, dirigir.
Ante esto, quizás el camino hacia la Pascua es un tiempo privilegiado para dejar que resuene en nuestro interior el desgarrador grito de Jesús: «No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre» (Jn 1,16). A la luz del Evangelio de hoy, tal vez, podamos dar el salto a comprender que en el arte de la fe nosotros no “dominamos”, “escogemos” o “compramos”. La dinámica de la fe está muy alejada de intercambios mercantiles o de regateos amañados, por el contrario, se parece más al gesto cálido y sincero de un abrazo. El Dios de Jesús es el Dios que sale a nuestro encuentro y nos desarma, nos desinstala, rompe nuestros esquemas, nos deja sin palabras… porque se funde contigo y conmigo en un abrazo. De esa cercanía entrañable de corazón a corazón brota el celo amoroso que devora y el signo esperanzador que transforma. No esperes a mañana, esta noche déjate arropar por el Dios de los abrazos.
Publicar un comentario