«El que venga a mi, no tendrá hambre, y el que crea en mi no tendrá nunca sed.» (Jn 6,35)

"Ábrete"

La curación de una persona, sorda y muda, es un símbolo de cómo Jesús quiere abrir los oídos de toda la humanidad para que acojamos su Buena Noticia y la anunciemos con alegría. Tú y yo formamos parte de esa humanidad y hoy conviene que nos hagamos una revisión de oídos y de boca. ¿Cómo andamos de escucha y de anuncio?



Relacionándolo con lo que decía Jesús la semana pasada, y en un intento de superar el ritualismo de escuchar la Palabra de forma rutinaria en las celebraciones, siempre he tenido la tentación de preguntar, al final de la misa, a los que han participado en ella, de qué hablaba hoy el evangelio, para comprobar hasta qué punto somos capaces no solo de retener el mensaje evangélico, sino de acogerlo en nuestro corazón y que transforme nuestra vida. Porque si no es así, nos pareceremos mucho al sordomudo del evangelio que acabamos de proclamar.

Jesús va atravesando tierras paganas. La gente de allí le presenta a una persona sordomuda. Tienen fe en Él, más que los judíos. En estas tierras paganas, Jesús es mejor acogido que entre los suyos. Jesús cura al sordomudo de una forma peculiar: metiéndole los dedos en los oídos y tocándole la lengua con la saliva. Mira al cielo, suspira y le dice: “Ábrete”. Esta persona estaba “cerrada” a Dios y a los demás. No podía oír la Buena Noticia del Evangelio, ni tampoco proclamarla, ni alabar a Dios. Las palabras de Jesús son una gran liberación para él. “Ábrete” quiere decir que esta persona se ha liberado, se ha transformado en un hombre nuevo, gracias a Jesús.

Ábrete” es una palabra que nos anuncia la salvación y la liberación del mensaje de Jesús, pero al mismo tiempo, nos denuncia nuestras “ataduras” y nuestras “cerrazones”. Las personas corremos el riesgo de vivir con el corazón cerrado, ensimismados en nosotros mismos, ignorando a los demás. Pero Jesús con su Palabra quiere abrirnos el corazón. Para eso no basta con escuchar la Palabra, hay que acoger el mensaje, dejar que entre en lo más profundo de nosotros mismos, en nuestra intimidad. Cuando somos capaces de experimentar que la Palabra de Dios ha llegado a nuestro corazón y se ha convertido en luz para nuestra vida, entonces también se nos desata la lengua y empezamos a alabar a Dios, como aquella gente pagana que reconoce en Jesús al Mesías: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. Eran los gestos mesiánicos. Isaías, en la primera lectura, también dice: “se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mundo cantará”. Es Dios que viene en persona y trae la salvación. Eso vino a anunciar Jesús.

Hasta que la Palabra de Dios no toque nuestro corazón, no entenderemos que la fe y la vida van unidas, como dice el apóstol Santiago en la segunda lectura, y que lo que Dios quiere no es que nos preocupemos de nosotros y de nuestra salvación, sino que levantemos la cabeza, afinemos el oído y hagamos vida esa Buena Noticia entre los más pobres, que son los preferidos de Dios: “¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?”.

Quizás podíamos hacernos hoy la pregunta al terminar la celebración, al llegar a casa. ¿Qué me ha dicho Dios hoy a través de su Palabra? ¿Ha tocado mi corazón? ¿Le he dejado entrar en mi intimidad? ¿O sigo sordo y mudo? La respuesta nos la dará nuestra vida, si en ella permanecemos “atados” a lo material y “encerrados” en nosotros mismos, o si por el contrario, somos capaces de encarnar el mensaje salvador de Jesús, a través de la alegría, el servicio, la esperanza, el amor, la acogida, la escucha, la solidaridad... Que esta sea hoy nuestra revisión. Nunca es tarde para dejar que Dios entre en nuestro corazón y en nuestra vida.
Pedro Juan ( El Coloreador)
8.9.12
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